martes, 19 de mayo de 2009

cineclub

Luz... cámara... ¡educación!

Un día, el crítico de cine David Gilmour notó que la abulia, las malas notas y el desconcierto amenazaban con desmoronar la vida educativa de su hijo. Entonces le propuso abandonar el colegio a cambio de sentarse a ver con él tres películas por semana. Cineclub (Mondadori) recoge de manera emocionante los meses de esa experiencia de cambiar pizarrón por pantalla para devolverle a su hijo el sentido de la vida.

Por Rodrigo Fresán

La película empieza así y atención, es una de esas películas tipo basada en hechos reales: es el año 2001 y un padre descubre que su hijo de dieciséis no la pasa bien en el colegio secundario. Su inteligencia es alta pero sus notas son cada vez más bajas. El padre el escritor y crítico de cine canadiense David Gilmour se preocupa: el hijo, Jesse Gilmour, no hace otra cosa que fumar, contemplar las nubes en el tormentoso cielo del techo de su habitación y parece encaminarse a una vida de zombi problemático. Es entonces cuando David Gilmour le propone un trato: el hijo dejará el colegio si eso le hace feliz (Jesse no puede creer lo que está oyendo) y su nueva “educación” (donde no se le exigirá trabajar pero sí mantenerse alejado de todo tipo de drogas) pasará por ver, junto a su progenitor, tres films a la semana. Y discutirlos. Y aprender de ellos.

Así, la película es un libro que sería una gran película y cuyo tema son las películas y el modo en que en la oscuridad de un cine o en la penumbra de una sala acaban iluminando nuestras vidas. Cineclub es una comedia graciosa, inteligente, emocionante que, desde una tan solo aparente humildad y falta de pretensiones, acaba contando con modales de Súper-8 el glorioso CinemaScope en Technicolor de una gran relación. Allí, en la pantalla de las páginas, somos testigos de una íntima love story paterno-filial sobre la que se proyectan como si se tratara de lecciones teóricas para ilustrar la práctica y el “rodaje” de las vidas de los Gilmour clásicos sublimes y especímenes malditos y de culto. Todo sirve, todo funciona, todo arte y ensayo y error ilustra algún aspecto de lo doméstico y de lo universal: Apocalypse Now!, Showgirls, Citizen Kane, Nikita, El padrino, Rocky III, ¡Qué bello es vivir!, Bullit, Annie Hall, La zona muerta, Ultimo tango en París... Y allí, sin alfombra roja y despatarrados en un sofá, un padre sin trabajo y un hijo sin horizonte intentando encontrarle sentido a unas vidas demasiado indies mientras se preguntan cuánto faltará para que llegue un magnate de Hollywood y los invite a protagonizar algo así como una triunfal súper-producción desbordante de efectos especiales –afecto especial es lo que les sobra– y presupuesto multimillonario.

Pero Cineclub no se conforma con “filmar” pequeñas home movies dentro de una casa de Toronto compaginándolas con inolvidables escenas de obras maestras del celuloide. Aquí hay también sitio para exteriores muy neorrealistas y nouvelle vague donde se nos cuentan los blues laborales de Gilmour Sr. y las penurias sentimentales de Gilmour Jr. en manos y garras de las chicas fatales Rebecca y Chloe. Y, sí, se rompen varias promesas por el camino y nadie dijo que iba a ser fácil: el hijo coquetea con la cocaína, el padre comienza a dudar de toda su estrategia. Y está claro que no es el único: varios “espectadores” de Cineclub se fueron en mitad de la función acusando al “director” y a su “joven estrella” de narcisistas, irresponsables y caprichosos. En este sentido, Cineclub fascinará a vanguardistas y escandalizará a conservadores seguros de que a la hora de superar inmaduros tics interpretativos los adolescentes necesitan más la mano firme de un productor tradicional que terapéuticos y alternativos director’s cut como el que aquí se estrena.

Una cosa está clara y David Gilmour es el primero en admitirlo: tal vez su libreto sea muy arriesgado y experimental, pero también está seguro de que sus intenciones son excelentes. En este sentido, Cineclub, más allá de la originalidad del envoltorio y aires del mejor Nick Hornby, el de Alta fidelidad, cuenta una historia tan vieja como el mundo: la de un padre luchando por la salvación de su hijo. Y en aquella escena de On the Waterfront en la que Marlon Brando se pone un guante de chica o en aquella otra de Por un puñado de dólares en la que Clint Eastwood le muestra cuatro dedos al fabricante de ataúdes, puede estar la clave de esa redención.

Y no está de más apuntarlo aquí, después de todo nada de esto se nos cuenta en el libro, como si fueran esos créditos finales e informativos luego del THE END: David Gilmour escribió una novela que ganó el premio literario más importante de Canadá, y Jesse Gilmour, motivado, regresó a las aulas, terminó su educación secundaria, no le disgustó el modo en que lo “dirigió” su padre en Cineclub, estudió cine en la Universidad de Toronto y escribió un guión que le ha abierto las puertas de una escuela de cine de Praga. Y es feliz. No está mal para alguien que empieza bostezando frente a Los cuatrocientos golpes y termina, orgulloso, seguro de que Sven Nykvist es el nombre del director de fotografía favorito de Ingmar Bergman.

En un mundo mejor que el nuestro, Cineclub ganaría el Oscar a Mejor Libro Inspirado en Muchas Películas.

Cineclub
David Gilmour

Resorvoir Books, Mondadori


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El genio es una escalera que se tarda en descender


Por David Gilmour

Al principio elegía las películas arbitrariamente, sin ningún orden concreto; en su mayor parte tenían que ser buenas, clásicos de ser posible, pero atractivas, capaces de sacarlo de sus cavilaciones con un argumento sólido. No tenía sentido, al menos en ese punto, mostrarle películas como 8 y medio (1963) de Fellini. Esas películas llegarían con el tiempo (o no llegarían). A lo que no estaba dispuesto era a ser insensible a su voluntad, a sus ganas de divertirse. Hay que empezar por algún sitio; si uno quiere que alguien se entusiasme por la literatura, no empieza dándole el Ulises de Joyce.

A la noche siguiente me decidí por Tuyo es mi corazón (1946), de Alfred Hitchcock, en mi opinión la mejor película del director. Ingrid Bergman, que nunca estuvo más hermosa ni más vulnerable, interpreta a la hija de un espía alemán que se ve “cedida” a un grupo de nazis con base en Sudamérica. Cary Grant interpreta a su enlace estadounidense, que se enamora de ella pese a mandarla a casarse con el cabecilla. La amargura de él, las esperanzas remotas de ella en que anulará el plan y se casará con ella, confieren a la historia una tremenda tensión romántica. Pero, por encima de todo, la película es una historia de suspense clásica. ¿Descubrirán los nazis la misión de Bergman? ¿Llegará Cary a tiempo para salvarla? Los últimos cinco minutos te dejan sin aliento la primera vez que la ves.

Empecé con una breve introducción sobre Hitchcock. Como siempre, Jesse estaba sentado en el lado izquierdo del sofá con un café en la mano. Le dije que Hitchcock era un director inglés un poco gilipollas con una obsesión ligeramente malsana por algunas de las actrices rubias de sus películas. (Quería captar su atención.) Continué diciendo que dirigió una docena de obras maestras y añadí, innecesariamente, que cualquiera que lo negara no amaba el cine. Le pedí que se fijara en un par de cosas en la película. La escalera de la casa del villano en Río de Janeiro. ¿Cómo era de larga? ¿Cuánto se tardaría en bajarla? No le dije por qué.

También le pedí que escuchara los elegantes y en ocasiones sugerentes diálogos, que recordara que esa película se había hecho en 1946. Le pedí que estuviera atento al famosísimo plano que empieza en lo alto de un salón de baile y desciende lentamente a un grupo de invitados hasta que llega a la mano cerrada de Ingrid Bergman. ¿Qué tiene en ella? (Una llave de la bodega donde están escondidos los resultados de las fechorías de los nazis en botellas de vino.)

Proseguí diciendo que varios críticos distinguidos sostienen que probablemente Cary Grant ha sido el mejor actor de la historia del cine porque podía “encarnar el bien y el mal simultáneamente”.

–¿Sabes lo que significa “simultáneamente”? –dije.

–Sí.

Le enseñé un artículo que escribió Pauline Kael sobre Grant en el New Yorker. “Es posible que no sea capaz de hacer muchas cosas –escribió Kael–, pero sabe hacer muy bien lo que nadie ha hecho, y debido a su falta de agresividad y al jovial reconocimiento de su propia ridiculez, nos vemos idealizados en él.”

Entonces hice lo que desearía que todos mis profesores de instituto hubieran hecho más a menudo. Me callé y puse la película.

Mientras un equipo de obreros trabajaba en la iglesia del otro lado de la calle (la estaban convirtiendo en un edificio de pisos de lujo), esto es lo que oímos:

Ingrid Bergman besando a Grant: –Nuestro amor es bastante extraño.

Grant: –¿Por qué?

Bergman: –Porque a lo mejor tú no me quieres.

Grant: –Cuando deje de quererte ya te avisaré.

Jesse me miró unas cuantas veces sonriendo, asintiendo con la cabeza, captando el mensaje. Luego salimos al porche; tenía ganas de fumar un cigarrillo. Observamos al grupo de obreros un rato.

–Bueno, ¿qué te ha parecido? –pregunté en tono despreocupado.

–Bien.

Una chupada tras otra. Un martillazo tras otro al otro lado de la calle.

–¿Te has fijado por casualidad en la escalera de la casa?

–Sí.

–¿Te has fijado en ella al final de la película, cuando Cary Grant y Bergman están intentando salir de la casa y no sabemos si van a escapar o no?

El se quedó sorprendido.

–No, no me he fijado.

–Es más larga –dije–. Hitchcock hizo construir otra escalera para la escena del final. ¿Sabes por qué?

–¿Por qué?

–Porque de esa forma tardarían más en bajarla. ¿Sabes por qué quería que fuera así?

–¿Para darle más suspense?

–¿Te imaginas ahora por qué es famoso Hitchcock?

–¿Por el suspense?

Yo sabía que convenía dejarlo en ese punto. Pensé: “Hoy le has enseñado algo. No lo eches a perder”.

–Eso es todo por el momento; la clase ha terminado –dije.

¿Era gratitud lo que veía en sus facciones juveniles? Me levanté de la silla y entré en la casa.

–Una cosa, papá –dijo él–. Ese plano tan famoso, el de la fiesta en el que Ingrid Bergman tiene la llave en la mano...

–Todo el mundo que va a la facultad de cine lo estudia –dije.

–Es un buen plano –dijo–. Pero, para ser sincero, no me ha parecido tan especial.

–¿De veras? –dije.

–¿Y a ti?

Pensé en ello un momento.

–A mí tampoco –dije, y entré en la casa.

en Radar/Página 12, domingo 17 de mayo


“Transmitir el hábito de la lectura es una tarea sutil”

ENTREVISTA A LA SOCIOLOGA Y ANTROPOLOGA FRANCESA MICHèLE PETIT

“Transmitir el hábito de la lectura es una tarea sutil”

La autora de Lecturas: del espacio íntimo al espacio público desconfía de ciertas políticas de promoción cultural. “El peligro de que las autoridades coincidan en este ‘hay que leer’ es que muchos chicos salgan corriendo a jugar a los videojuegos”, señala.

Por Silvina Friera

En el colegio se aburría, en la universidad no lograba sentirse cómoda. La vida de la socióloga y antropóloga francesa Michèle Petit, tironeada entre el Pato Donald y Thomas Bernhard, es como una película filmada en los márgenes de la gran industria cinematográfica. En junio de 1940 un muchacho de dieciocho años, su padre, abandonó París justo cuando el ejército alemán invadía el norte del país. Durante su fuga, el padre conoció a un grupo de refugiados políticos españoles que huían del franquismo. Y aprendió y cantó las canciones de la República. La familiaridad con el español le facilitó que años después partiera rumbo a Colombia, con una hija de trece años, para dar clases de matemática en un centro universitario. Sus primeras exploraciones como lectora empezaron en una biblioteca, la de la Alianza Colombo-Francesa de Bogotá, en medio de las plantas tropicales. Los libros le permitían construirse a sí misma, le decían que no estaba loca ni era tan rara, que había otras maneras de vivir y de pensar. Después de tres años regresó con su familia a París. Otra vez al Liceo, al rebaño uniformado con las blusas de color beige, a la asfixia de las aulas. Mayo del ’68 la sorprendió deambulando por las calles, observando cómo la gente discutía a lo largo del boulevard Saint Michel. Por fin ocurría algo, el mundo parecía cambiar. Una pena de amor la excluyó de esa fiesta. Las carreras literarias eran para las jóvenes de la burguesía de alcurnia, pero Petit pertenecía a una clase media en ascenso que debía ser moderna y estudiar alguna carrera científica. Se anotó en Sociología como solución intermedia entre las letras y las ciencias. Pero la literatura la salvó. A los 22, decidió estudiar griego moderno. Y anduvo por España y Grecia, por México y Guatemala. Después de investigar las diásporas china y griega, en 1992 comenzó a trabajar el tema de la lectura y la relación de distintos sujetos, especialmente de ámbitos rurales o barrios marginales, con los libros.

Petit se siente como en casa en Buenos Aires, “ciudad de gigantes”, como la define en el prólogo de Lecturas: del espacio íntimo al espacio público (FCE), que visitó por primera vez en la Feria del Libro del 2000. El sábado cerró el II Encuentro Nacional de Bibliotecas Populares, organizado por la Conabip, ante más de 1100 bibliotecarios. Los ojos curiosamente insaciables de la antropóloga francesa están siempre en estado de alerta. Es una cazadora que no quiere que nada se escape de la telaraña envolvente que teje con su mirada. El color de sus ojos varía de acuerdo a cómo la ilumina la luz. Si es de frente, parecen verdes tirando a grises, si es de lejos o de forma oblicua, el color es miel o avellana. “Si hoy fuera adolescente, ante estos discursos que se repiten hasta el hartazgo de que ‘hay que leer’, creo que me iría a jugar a los videojuegos en vez de leer”, admite la antropóloga en la entrevista con Página/12 mientras camina por los pabellones de la Feria en busca de un café donde poder charlar un poco más tranquila.

–¿Por qué conviven de un modo un tanto esquizofrénico ese discurso imperativo, “hay que leer”, con la visión de que la lectura sigue siendo una actividad peligrosa o prohibida?

–Las generaciones anteriores, en muchas circunstancias, leían bajo las sábanas, con la lámpara iluminando apenas el libro, contra el mundo entero. Pero ahora la lectura aparece como una faena austera a la que uno debe someterse para satisfacer a los adultos. El peligro de que las autoridades políticas, educativas, maestros y padres coincidan en este “hay que leer” es que muchos chicos no quieran leer y salgan corriendo a jugar a los videojuegos. Poder transmitir el hábito de la lectura es una tarea muy sutil. A veces los discursos que hay en torno de la lectura tienen algo que va en contra de lo que pretenden defender. El tema de las prohibiciones no ha caducado. Cuando empecé a trabajar sobre la lectura hace unos quince años, en Francia, en medios rurales y en barrios marginales, me impactó rápidamente el hecho de que la gente que se había convertido en lectora evocaba espontáneamente los miedos que había tenido que traspasar, las prohibiciones que existían en su medio social contra la lectura. Por ejemplo, el miedo a pasar por perezoso, pero “¿para qué sirve la lectura?”, “eso es inútil”; otro miedo era ser visto como un egoísta. En los medios sociales donde se privilegian mucho las experiencias compartidas, la lectura en la habitación propia entre comillas aún hoy en día está mal vista.

–Leer aísla, disgrega a la persona de su grupo, pero también es una actividad rodeada de un halo de misterio, ¿no?

–Claro. Me acuerdo que una vez un señor que viajaba conmigo en un avión, cuando se enteró de que yo trabajaba sobre la lectura me dijo que las mujeres que leen son egoístas (risas). Ese secreto, ese misterio de la persona que lee, también hace que uno se vuelva lector. La mayoría de la gente que es lectora siempre evoca escenas iniciáticas: la madre, la abuela o el padre que le cuenta historias al niño o que le lee en voz alta. Pero también hay otra escena, donde los padres o los abuelos no le leen al niño, pero ellos leen, y el niño los observa y está fascinado. ¿Dónde están? ¿Qué es lo que hay en ese libro? A veces uno se convierte en lector porque quiere encontrar el secreto o misterio que tiene el libro. Y cuando no es en la familia, puede ser a través de un mediador, si se trata de un docente o un bibliotecario que tiene una incidencia fuerte en el niño.

–Usted se opone a la expresión “construcción del lector”, en la que se explicita la idea de que el lector se puede “fabricar”. ¿A qué atribuye la generalización de esta idea?

–La verdad que la expresión “construcción del lector” la descubrí en América latina, en México, Colombia y la Argentina. Me parece una idea de lo más ingenua; cada vez que la escucho pienso en la imagen de Frankestein, “vamos a construir un lector”. Es curioso porque se trata de una posición omnipotente: “Nosotros tenemos el poder de construir lectores”. Cuando empecé a trabajar con la lectura, mi primera referencia teórica fue Michel de Certeau, un investigador atípico que amaba mucho a América latina. A él le interesaba lo que pasaba del lado del lector, lo que el lector creaba. Lo que me interesó siempre fue situarme del lado del lector, estando atenta a sus maneras propias de construir sentido con lo que encontraba en los libros, de construirse a sí mismo con palabras o historias robadas de acá o de allá. Y digo robadas porque De Certeau decía que la lectura era una “caza furtiva”. La cultura se hurta, se roba; es la única manera de que funcione. Lo difícil, pero lo interesante para el mediador, es que pueda contagiar las ganas de apropiarse, de robar. Lo que podemos hacer es multiplicar las oportunidades del encuentro con personas que no repitan el imperativo “hay que leer” sino que tengan una actitud mucho más sutil frente a la lectura.

Ampliando este rechazo a la “construcción de lectores”, en uno de los ensayos de Lecturas... Petit sugiere por qué la lectura no es compatible con la idea de promoción. “¿Se le ocurriría a alguien promover el amor, por ejemplo? ¿Y encargar el tema a las empresas o a los Estados? –se pregunta la antropóloga en ‘Los lectores no dejan de sorprendernos’–. Sin embargo, eso existe. En Singapur, donde realicé investigaciones hace unos quince años, el Estado fletaba barcos del amor y los ejecutivos de empresas, solteros de ambos sexos, eran insistentemente alentados a embarcarse en esos cruceros. Me parece que éste sería un buen método para fabricar todo un pueblo de frígidos.”

–Algunos afirman que la lectura es un placer, una actividad lúdica; otros plantean que decir que la lectura es un juego es engañoso, además de frustrante, porque oculta que detrás de todo placer hay una dificultad. ¿Cuál es su posición ante estos discursos?

–El discurso del placer surgió siguiendo a Daniel Pennac, que había escrito su libro, Como una novela, en reacción a un discurso que hacía de la lectura una faena austera. Por favor, si no hay un gozo, una alegría, un placer, entonces para qué leemos. Aunque él lo planteaba de una manera más compleja, quienes retomaron esta idea la redujeron solamente al “placer de leer”. A una persona que ha crecido en un medio alejado de la cultura escrita y que le cuesta leer, si se le dice que leer es un placer, pero él no lo siente, se lo está excluyendo aún más. Es un poco complicado el tema del placer. Aprendí mucho de los propios lectores que entrevisté en medios rurales, en barrios marginales o en contextos difíciles de violencia. Esa gente no habla tanto del placer de leer. Lo que más me impactó es que evocan de qué manera la lectura les había permitido construir un poco de sentido a su experiencia humana. En Colombia, estuve con chicos que han padecido la violencia y han vivido cosas atroces; han visto morir a amigos y tienen un caparazón durísimo, heridas terribles producto del terror. Muchos ni siquiera pueden hablar. Pero de pronto se encontraban en espacios de lecturas y narración oral de historias típicas de Colombia y empezaban a recordar. Y hacían un relato de la propia vida que antes no habían podido desencadenar. La lectura reactiva el pensamiento en contextos difíciles. No vamos a pecar de ingenuos, tampoco lo soluciona todo, pero demuestra la importancia que tiene la lectura en la construcción o reconstrucción de uno mismo. Esta es la dimensión que más me interesa de la lectura, de la que menos se ha hablado, y no tanto la mera visión de la lectura como placer o distracción. Para los chicos colombianos no es una mera distracción sino que la lectura les permite integrar a su memoria sus propias historias.

–¿La palabra placer estaría asociada a un léxico típico de las clases medias?

–No. La experiencia de la lectura no es diferente de un medio social a otro. Los seres humanos estamos siempre en busca de ecos exteriores, de decir la experiencia, un duelo o estar enamorado, que no son experiencias fáciles de poner en palabras. No es por casualidad que todas las sociedades han tenido escritores, poetas, psicoanalistas, que observan la experiencia humana y que tratan de escribirla de manera condensada y estética. Todos estamos en busca de un eco de lo que pasa en nosotros.

–¿Qué opina de los discursos catastrofistas que advierten que cada vez se lee menos cuando cada vez se publican más libros en el mundo?

–Los escritores parece que temen quedarse sin clientela (risas). A esta feria viene un millón de personas, siete veces más que en la Feria del Libro de Francia, a la que van unas 160 mil personas. Acá viene gente de sectores populares, no como en Francia que es sólo para las clases medias escolarizadas. Yo no comparto ese discurso catastrofista porque tiene un efecto contraproducente y la realidad es mucho más compleja.

–¿Por qué se deposita en el libro una suerte de “utopía de la salvación”, como si leer inmunizara de todos los males, aun cuando no impidió el nazismo en Alemania ni la dictadura militar en la Argentina?

–La lectura no va a solucionar los problemas del mundo. No forzosamente construye gente crítica, con distanciamiento. Pero el que no puede apropiarse de la cultura escrita está más marginado de la sociedad. La lectura no te garantiza nada, pero si no tienes ese derecho estás más excluido porque vivimos en una sociedad donde se cambia rápidamente de trabajo y hay que estar permanentemente capacitándose. La lectura tampoco garantiza una ciudadanía activa, pero si no leés tenés mucho menos voz y voto en los espacios públicos. La lectura te permite transitar pasarelas, generar caminitos con sutileza, inventar mediaciones que facilitan la apropiación de la cultura escrita.

–En Del Pato Donald a Thomas Bernhard. Autobiografía de una lectora nacida en París en los años de posguerra confiesa que la escritura fue algo prohibido para usted, que era el privilegio de su madre, que tocarla “era como robarle sus vestidos”. ¿En su próxima visita entrevistaremos, finalmente, a Michèle Petit novelista?

–(Se ríe a carcajadas) Escribí una mala novela, que gracias a Dios no fue publicada, para repararme de una pena de amor. Escribo, es cierto, pero nunca se sabe qué puede pasar.

en página 12, lunes 11 de mayo 2009.

lunes, 18 de mayo de 2009

"el barril de amontillado" edgar allan poe

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.

Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.

-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.

-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!

-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.

-¡Amontillado!

-Tengo mis dudas.

-¡Amontillado!

-Y he de pagarlo.

-¡Amontillado!

-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...

-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.

-Vamos, vamos allá.

-¿Adónde?

-A sus bodegas.

-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...

-No tengo ningún compromiso. Vamos.

-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.

-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.

-¿Y el barril? -preguntó.

-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.

-¿Salitre? -me preguntó, por fin.

-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?

-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.

-No es nada -dijo por último.

-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...

-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.

-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.

-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.

Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.

-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.

-Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.

-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.

-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.

-He olvidado cuáles eran sus armas.

-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.

-¡Muy bien! -dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...

-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.

Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

-¿No comprende usted? -preguntó.

-No -le contesté.

-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

-¿Cómo?

-¿No pertenece usted a la masonería?

-Sí, sí -dije-; sí, sí.

-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

-Un masón -repliqué.

-A ver, un signo -dijo.

-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.

-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.

-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.

Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.

Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...

-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.

-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.

-Cierto -repliqué-, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.

Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:

-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!

-El amontillado -dije.

-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.

-Sí -dije-; vámonos ya.

-¡Por el amor de Dios, Montresor!

-Sí -dije-; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:

-¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

-¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!"

consigna: "dar un cuento" es una expresión frecuente en la escuela. pero ¿qué quiere decir "dar un cuento" ? ¿o para qué alguien le "daría" un cuento a sus alumnos? preguntado de otra manera: ¿qué se podría enseñar con el cuento de Poe?

domingo, 17 de mayo de 2009

saberes en juego

¿qué saberes se ponen en juego al momento de resolver cada una de las seis consignas?

listamos algunos. probablemente se nos ocurran otros más tarde.

consigna uno:
-conocimiento del contexto
-construcción del personaje
-convenciones del género dramático

consigna dos

consigna tres:
-narradores
-tiempos verbales de la narración
-diferencia entre historia y relato
-polifonía
-focalización
-género

consigna cuatro:
-género
-rima
-licencias poéticas
-métrica
-musicalidad

consigna cinco:
-tipos de rima: consonante, asonante, libre
-sonoridad
-construcción del poema: verso, estrofa
-figuras retóricas



consigna seis:
-orden de la argumentación
-jerarquización de ideas
-ironía
-comicidad
-lo no dicho
-intertexto
-reiteración como efecto estético y de sentido

bibliografía:

Alvarado, Maite y Cortés, Marina. “La escritura: repetir o transformar”. Lulú Coquette. Revista de Didáctica de la lengua y la Literatura, Buenos Aires, El Hacedor, Año 1, Nro. 1, septiembre de 2001.


Alvarado, Maite. “Escritura e invención en la escuela” en AAVV. Los CBC y la enseñanza de la lengua. Bs. As. AZ, 1997.


Bas, Alcira et al, “El proceso de escritura como proceso cognitivo” en Escribir: apuntes sobre una práctica, Buenos Aires, Eudeba, 1999.