martes, 19 de mayo de 2009

cineclub

Luz... cámara... ¡educación!

Un día, el crítico de cine David Gilmour notó que la abulia, las malas notas y el desconcierto amenazaban con desmoronar la vida educativa de su hijo. Entonces le propuso abandonar el colegio a cambio de sentarse a ver con él tres películas por semana. Cineclub (Mondadori) recoge de manera emocionante los meses de esa experiencia de cambiar pizarrón por pantalla para devolverle a su hijo el sentido de la vida.

Por Rodrigo Fresán

La película empieza así y atención, es una de esas películas tipo basada en hechos reales: es el año 2001 y un padre descubre que su hijo de dieciséis no la pasa bien en el colegio secundario. Su inteligencia es alta pero sus notas son cada vez más bajas. El padre el escritor y crítico de cine canadiense David Gilmour se preocupa: el hijo, Jesse Gilmour, no hace otra cosa que fumar, contemplar las nubes en el tormentoso cielo del techo de su habitación y parece encaminarse a una vida de zombi problemático. Es entonces cuando David Gilmour le propone un trato: el hijo dejará el colegio si eso le hace feliz (Jesse no puede creer lo que está oyendo) y su nueva “educación” (donde no se le exigirá trabajar pero sí mantenerse alejado de todo tipo de drogas) pasará por ver, junto a su progenitor, tres films a la semana. Y discutirlos. Y aprender de ellos.

Así, la película es un libro que sería una gran película y cuyo tema son las películas y el modo en que en la oscuridad de un cine o en la penumbra de una sala acaban iluminando nuestras vidas. Cineclub es una comedia graciosa, inteligente, emocionante que, desde una tan solo aparente humildad y falta de pretensiones, acaba contando con modales de Súper-8 el glorioso CinemaScope en Technicolor de una gran relación. Allí, en la pantalla de las páginas, somos testigos de una íntima love story paterno-filial sobre la que se proyectan como si se tratara de lecciones teóricas para ilustrar la práctica y el “rodaje” de las vidas de los Gilmour clásicos sublimes y especímenes malditos y de culto. Todo sirve, todo funciona, todo arte y ensayo y error ilustra algún aspecto de lo doméstico y de lo universal: Apocalypse Now!, Showgirls, Citizen Kane, Nikita, El padrino, Rocky III, ¡Qué bello es vivir!, Bullit, Annie Hall, La zona muerta, Ultimo tango en París... Y allí, sin alfombra roja y despatarrados en un sofá, un padre sin trabajo y un hijo sin horizonte intentando encontrarle sentido a unas vidas demasiado indies mientras se preguntan cuánto faltará para que llegue un magnate de Hollywood y los invite a protagonizar algo así como una triunfal súper-producción desbordante de efectos especiales –afecto especial es lo que les sobra– y presupuesto multimillonario.

Pero Cineclub no se conforma con “filmar” pequeñas home movies dentro de una casa de Toronto compaginándolas con inolvidables escenas de obras maestras del celuloide. Aquí hay también sitio para exteriores muy neorrealistas y nouvelle vague donde se nos cuentan los blues laborales de Gilmour Sr. y las penurias sentimentales de Gilmour Jr. en manos y garras de las chicas fatales Rebecca y Chloe. Y, sí, se rompen varias promesas por el camino y nadie dijo que iba a ser fácil: el hijo coquetea con la cocaína, el padre comienza a dudar de toda su estrategia. Y está claro que no es el único: varios “espectadores” de Cineclub se fueron en mitad de la función acusando al “director” y a su “joven estrella” de narcisistas, irresponsables y caprichosos. En este sentido, Cineclub fascinará a vanguardistas y escandalizará a conservadores seguros de que a la hora de superar inmaduros tics interpretativos los adolescentes necesitan más la mano firme de un productor tradicional que terapéuticos y alternativos director’s cut como el que aquí se estrena.

Una cosa está clara y David Gilmour es el primero en admitirlo: tal vez su libreto sea muy arriesgado y experimental, pero también está seguro de que sus intenciones son excelentes. En este sentido, Cineclub, más allá de la originalidad del envoltorio y aires del mejor Nick Hornby, el de Alta fidelidad, cuenta una historia tan vieja como el mundo: la de un padre luchando por la salvación de su hijo. Y en aquella escena de On the Waterfront en la que Marlon Brando se pone un guante de chica o en aquella otra de Por un puñado de dólares en la que Clint Eastwood le muestra cuatro dedos al fabricante de ataúdes, puede estar la clave de esa redención.

Y no está de más apuntarlo aquí, después de todo nada de esto se nos cuenta en el libro, como si fueran esos créditos finales e informativos luego del THE END: David Gilmour escribió una novela que ganó el premio literario más importante de Canadá, y Jesse Gilmour, motivado, regresó a las aulas, terminó su educación secundaria, no le disgustó el modo en que lo “dirigió” su padre en Cineclub, estudió cine en la Universidad de Toronto y escribió un guión que le ha abierto las puertas de una escuela de cine de Praga. Y es feliz. No está mal para alguien que empieza bostezando frente a Los cuatrocientos golpes y termina, orgulloso, seguro de que Sven Nykvist es el nombre del director de fotografía favorito de Ingmar Bergman.

En un mundo mejor que el nuestro, Cineclub ganaría el Oscar a Mejor Libro Inspirado en Muchas Películas.

Cineclub
David Gilmour

Resorvoir Books, Mondadori


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El genio es una escalera que se tarda en descender


Por David Gilmour

Al principio elegía las películas arbitrariamente, sin ningún orden concreto; en su mayor parte tenían que ser buenas, clásicos de ser posible, pero atractivas, capaces de sacarlo de sus cavilaciones con un argumento sólido. No tenía sentido, al menos en ese punto, mostrarle películas como 8 y medio (1963) de Fellini. Esas películas llegarían con el tiempo (o no llegarían). A lo que no estaba dispuesto era a ser insensible a su voluntad, a sus ganas de divertirse. Hay que empezar por algún sitio; si uno quiere que alguien se entusiasme por la literatura, no empieza dándole el Ulises de Joyce.

A la noche siguiente me decidí por Tuyo es mi corazón (1946), de Alfred Hitchcock, en mi opinión la mejor película del director. Ingrid Bergman, que nunca estuvo más hermosa ni más vulnerable, interpreta a la hija de un espía alemán que se ve “cedida” a un grupo de nazis con base en Sudamérica. Cary Grant interpreta a su enlace estadounidense, que se enamora de ella pese a mandarla a casarse con el cabecilla. La amargura de él, las esperanzas remotas de ella en que anulará el plan y se casará con ella, confieren a la historia una tremenda tensión romántica. Pero, por encima de todo, la película es una historia de suspense clásica. ¿Descubrirán los nazis la misión de Bergman? ¿Llegará Cary a tiempo para salvarla? Los últimos cinco minutos te dejan sin aliento la primera vez que la ves.

Empecé con una breve introducción sobre Hitchcock. Como siempre, Jesse estaba sentado en el lado izquierdo del sofá con un café en la mano. Le dije que Hitchcock era un director inglés un poco gilipollas con una obsesión ligeramente malsana por algunas de las actrices rubias de sus películas. (Quería captar su atención.) Continué diciendo que dirigió una docena de obras maestras y añadí, innecesariamente, que cualquiera que lo negara no amaba el cine. Le pedí que se fijara en un par de cosas en la película. La escalera de la casa del villano en Río de Janeiro. ¿Cómo era de larga? ¿Cuánto se tardaría en bajarla? No le dije por qué.

También le pedí que escuchara los elegantes y en ocasiones sugerentes diálogos, que recordara que esa película se había hecho en 1946. Le pedí que estuviera atento al famosísimo plano que empieza en lo alto de un salón de baile y desciende lentamente a un grupo de invitados hasta que llega a la mano cerrada de Ingrid Bergman. ¿Qué tiene en ella? (Una llave de la bodega donde están escondidos los resultados de las fechorías de los nazis en botellas de vino.)

Proseguí diciendo que varios críticos distinguidos sostienen que probablemente Cary Grant ha sido el mejor actor de la historia del cine porque podía “encarnar el bien y el mal simultáneamente”.

–¿Sabes lo que significa “simultáneamente”? –dije.

–Sí.

Le enseñé un artículo que escribió Pauline Kael sobre Grant en el New Yorker. “Es posible que no sea capaz de hacer muchas cosas –escribió Kael–, pero sabe hacer muy bien lo que nadie ha hecho, y debido a su falta de agresividad y al jovial reconocimiento de su propia ridiculez, nos vemos idealizados en él.”

Entonces hice lo que desearía que todos mis profesores de instituto hubieran hecho más a menudo. Me callé y puse la película.

Mientras un equipo de obreros trabajaba en la iglesia del otro lado de la calle (la estaban convirtiendo en un edificio de pisos de lujo), esto es lo que oímos:

Ingrid Bergman besando a Grant: –Nuestro amor es bastante extraño.

Grant: –¿Por qué?

Bergman: –Porque a lo mejor tú no me quieres.

Grant: –Cuando deje de quererte ya te avisaré.

Jesse me miró unas cuantas veces sonriendo, asintiendo con la cabeza, captando el mensaje. Luego salimos al porche; tenía ganas de fumar un cigarrillo. Observamos al grupo de obreros un rato.

–Bueno, ¿qué te ha parecido? –pregunté en tono despreocupado.

–Bien.

Una chupada tras otra. Un martillazo tras otro al otro lado de la calle.

–¿Te has fijado por casualidad en la escalera de la casa?

–Sí.

–¿Te has fijado en ella al final de la película, cuando Cary Grant y Bergman están intentando salir de la casa y no sabemos si van a escapar o no?

El se quedó sorprendido.

–No, no me he fijado.

–Es más larga –dije–. Hitchcock hizo construir otra escalera para la escena del final. ¿Sabes por qué?

–¿Por qué?

–Porque de esa forma tardarían más en bajarla. ¿Sabes por qué quería que fuera así?

–¿Para darle más suspense?

–¿Te imaginas ahora por qué es famoso Hitchcock?

–¿Por el suspense?

Yo sabía que convenía dejarlo en ese punto. Pensé: “Hoy le has enseñado algo. No lo eches a perder”.

–Eso es todo por el momento; la clase ha terminado –dije.

¿Era gratitud lo que veía en sus facciones juveniles? Me levanté de la silla y entré en la casa.

–Una cosa, papá –dijo él–. Ese plano tan famoso, el de la fiesta en el que Ingrid Bergman tiene la llave en la mano...

–Todo el mundo que va a la facultad de cine lo estudia –dije.

–Es un buen plano –dijo–. Pero, para ser sincero, no me ha parecido tan especial.

–¿De veras? –dije.

–¿Y a ti?

Pensé en ello un momento.

–A mí tampoco –dije, y entré en la casa.

en Radar/Página 12, domingo 17 de mayo


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